6.10.2007

Trailer: Un día en los nombres del juego

Prendes el televisor. Enciendes la consola de videojuegos. En la pantalla se ve un amanecer. Luego contemplas la ciudad. Una vista panorámica. Desde lo alto ves la luz del sol que delinea calles y azoteas. Las nubes que quieren cerrar al cielo y amenazan con lluvia. El tráfico matutino. Los choques, las mentadas de madre. La desesperación por llegar a la escuela, al trabajo, a cualquier lado. Así transcurre la mañana. Personas en fábricas, bodegas, oficinas. Llega el medio día. La hora de comer. Todos desesperados, sin ganas de regresar. Es viernes. Ves una cocina económica. Aun lado esta una carnicería. Una chica come en una de las mesas. Esta sola. Viste una bata de médico, un estetoscopio colgando y una mochila. Se levanta. A los pocos minutos uno carniceros sale del local. Va corriendo. Llega a la esquina de la cuadra. Ve a la doctora caminando con su mochila al hombro. Resopla. Se limpia el sudor con la mano. Empieza a caminar de nuevo. Guarda unos cuantos metros de distancia para que ella no se de cuenta de que la siguen. No hay nadie en la calle. Ella llega al siguiente cruce de calles. Parece voltear hacia atrás. Él se queda congelado. La mujer de bata blanca no se da cuenta. Da vuelta a la derecha. Su perseguidor de nuevo acelera el paso, no quiere perderla de vista.

Te alejas. Dejas al perseguidor. Pasa la tarde. Sus horas lentas. Se desata una tormenta. La lluvia pasa, arrecia, finalmente se detiene. Ves a las calles llenarse de autos. La salida del trabajo, la hora pico. El agua empeora el caos. Estas en a una avenida que cruza la ciudad. Se compone de ocho carriles, cuatro en cada dirección. Allí los conductores ignoran el asfalto mojado. Te acercas a una camioneta que se mueve a 100 kilómetros por hora. Casi ha dejado de llover. Lo maneja un joven. Está impaciente, sus manos se mueven en el volante. ¡Acelérale wey!, grita aunque la voz queda ahogada por los vidrios cerrados, por la canción del grupo de rock gótico, por el ruido propio de la avenida. Apenas distingue los vehículos. Ya son cerca de las nueve de la noche. Solo ve la fila innumerable de focos rojos frente a él y la correspondiente hilera de faros amarillos por el espejo retrovisor. El automóvil de adelante se hace al carril de la derecha, él acelera. Las luces traseras del rebasado se mueven hasta pasar a un lado de la cabina, hasta volverse un par de puntos dorados que se alejan confundiéndose con el tráfico. Él sigue incrementando su velocidad hasta alcanzar a otro coche. Ve el reloj digital en el estéreo que esta a su derecha, lleva quince minutos de camino, un tiempo récord, pero hoy, para él, aun eso es tarde.

La camioneta se sigue de largo. Tú sales de ella. Tomas una calle perpendicular. El cielo esta gris, no hay estrellas. Al llegar a una esquina ves un accidente. Los policías ya tienen un cerco para los curiosos. Un auto estrellado de frente contra un camión, desviado del carril, como si hubiera querido salirse del camino. Un hombre observa todo. Viste de gabardina y sombrero púrpuras, una camisa morada y pantalón negro. ¡A este hombre lo mataron!, dice el detective casi gritando, como si quisiera que todos se enteraran. Revisaré los hechos: hace 25 minutos la víctima que ahora llamaremos Sr. Cadáver manejaba en compañía de su esposa que ahora es Sra. Viuda; hace 23 dio vuelta por esta calle como lo hace cada semana; en la esquina esperaban, según testigos, cuatro mujeres cargadas de bolsas de papel; cada una de ellas sacó una escopeta recortada y dio dos tiros; uno dio en la cabeza de Sr. Cadáver, otro en el hombro de Sra. Viuda, dos atravesaron el auto y dieron en la vitrina cruzando la calle, tres balas están en la puerta izquierda, una última en la llanta. Hace 22 minutos el auto perdió el control y se estrelló, mientras, las homicidas huían en distintas direcciones. La policía llegó a la escena hace 18, yo hace 12. Diez antes de la hora actual el Sr. Cadáver fue declarado oficialmente muerto y hace dos minutos terminé de resolver el caso. Los curiosos pasan la mirada del muerto al detective al auto y de nuevo al cuerpo en el pavimento. El hombre de la gabardina púrpura se mantiene en su lugar, mirando al suelo y en actitud de quien espera un aplauso. Nadie hace un sonido. ¡Usted! Grita hacia la multitud. No te detienes a ver a quién le habla. ¡Deténgalo! Dice desesperado. Te sigues de largo.

Avanzas por una calle aún más solitaria. Ves a un hombre de traje regresar a su auto, furioso y sudando, temeroso porque ya es de noche y las calles lucen aún más vacías que cuando llegó. Él arranca el auto, pisa el acelerador y siente que cae, se oye un golpe como si hubiera chocado con algo, luego un rechinido metálico. Sale del auto y lo ve inclinado sobre su izquierda. De ese lado, que da a la avenida, los ejes están sin llantas, el suelo lleno del polvo rojo de los ladrillos que dejaron para mantener el auto levantado. Se recarga en el coche. Mira a su alrededor. Camina hasta la esquina esperando encontrar ayuda en la tienda de abarrotes. Un dependiente le dice que hay un mecánico a media cuadra, que si tiene suerte aún lo alcanza. Cuando llega la puerta está cerrada. Se ve luz en las ventanas. Toca con fuerza, casi desquitando el coraje acumulado. Abre la puerta un hombre alto y gordo, cuyos brazos musculosos, llenos de grasa y tatuajes, sobresalen de un overol azul. Su rostro, además de las manchas de aceite, está cubierto por una barba negra y revuelta. Tiene una garganta ancha y una boca enorme que pareciera echar bolas de fuego. ¿Qué chingados quiere?, le dice con una voz furiosa. Este, es que…, mi auto esta en la esquina, sin llantas, ¿lo puede reparar? ¿A estas horas?, dice el gigante mirando su reloj, ¿no ve que ya voy a cerrar? Es que no lo puedo dejar aquí, responde, está aquí a la vuelta. Tendré que cobrarle extra, dice el mecánico, pero bueno, vamos. Y mientras hace eso esboza una sonrisa llena de dientes filosos y amarillos, enmarcados por unas encías rojas y sanguinolentas.

Te alejas. Llegas a un estadio. Lo ves desde lo alto, una toma panorámica. Conforme te acercas a la cancha distingues a los asistentes al partido. Son cuartos de final. Faltan quince minutos. Van cero a cero. Deben ganar por más de tres goles. Los asistentes abuchean, lucen desesperados. Entonces ella aparece. De la desesperación en el ambiente se pasa a expresiones de asombro. Por la banda derecha, cerca de la portería local, entra corriendo una mujer. Se quita la playera, la arroja al suelo. Los jugadores en esa área se detienen para verla, se quita la falda de un movimiento. El árbitro deja su actividad, se queda paralizado. Ella va llegando a media cancha, se detiene solo para quitarse los calzones y dejarlos en el centro del campo. Los únicos que no se dan cuenta de lo que ocurre son el portero enemigo y el delantero local. La mujer ya se despoja de su brasier. Un tiro, lanzada tremenda del arquero, rebote de la pelota que queda suelta y, ante una mirada atónita de ambos, una chica desnuda toma el balón, lo besa y lo arroja con ambas manos a la portería. Se levantó un estruendo general. Chiflidos y gritos. Varios policías persiguiendo a la gacela nudista tratando de taparla con una bandera. En ese momento cierras el libro.

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